Un ensayo a modo de mapa en los territorios de lo invisible…
Pablo J. Rico
Miguel Ángel Ricárdez nos trasmite en la presentación de su proyecto de creación artística –La estrategia de las apariencias: La imagen pictórica ante la pérdida de nuestra relación con la realidad– no sólo su propia experiencia e intereses estéticos a lo largo de los últimos años precedentes sino también una referencia estético-filosófica de su actual tarea creativa y sus motivaciones actuales, algo así como su punto de partida. Se trata de una referencia a las ideas y autoridad filosófica del pensador francés Jean Baudrillard (1929-2007). En palabras de Miguel Ángel Ricárdez: “El filósofo Baudrillard presenta una visión de la realidad contemporánea como una simulación total que tiende a destruir la representación, a deshacer toda su lógica de semejanza y significado de aquello que es representado, haciendo desaparecer la realidad; donde la cuestión de lo real, de lo sustituido del sujeto y el objeto ya no se puede presentar”… Interpreto que tal referencia es verdaderamente significativa para Ricárdez; él mismo nos lo confirma más adelante: “En base a esta percepción de la realidad es que me propongo desarrollar el proyecto La estrategia de las apariencias”…
En una sociedad globalizada (al menos “visualmente”) como la nuestra, en donde las imágenes están desvinculadas de un lugar o un soporte determinados y poseen una múltiple y diversa eficacia simbólica, es obvio que éstas han perdido buena parte de su valor de representar, instaurado nuevas relaciones con la gramática y la “pragmática” de nuestra visión y con nuestras facultades de interpretación. Como señalaba Baudrillard, el advenimiento de la era de la “simulación” supuso el fin de la imagen como representación hasta cierto punto opuesta a la realidad; un final que significa más bien el fin de un tipo de representación de la realidad “parcial y verosímil” e inaugura un nuevo modo de “hiperrealismo”, de obscenidad visual, en la que todo viene traducido y multiplicado en imágenes, y en donde el papel de delimitación del marco “artístico” pierde todo su sentido en una situación generalizada de encuadre masivo, reiteración y ampliación extraordinaria de imágenes indefinidas y estereotipadas. También la posición del espectador ante la imagen ha cambiado radicalmente, pasando de una experiencia frontal de la imagen (o lateral, en movimiento), a una inmersión absoluta en un magma envolvente de imágenes –como sostiene Régis Debray–, lo que le lleva a relacionarse con lo visual de una manera más cercana a la acción de escuchar que a la de contemplar. En esta situación de “experiencia esférica” la gramática de nuestra visión resulta tan modificada que incluso la mirada se transforma en una especie de escucha asombrada y aturdida...
La masiva e indiferenciada transmisión de la información, su fantástica instantaneidad y ubicuidad, han provocado (por supuesto) un cambio radical en nuestra percepción de la realidad. La experiencia del objeto ha sido sustituida por la experiencia de la representación del mismo, su virtualidad. La experiencia del yo en el mundo actual se canaliza y consume en sistemas de signos cada vez más complejos, lo que impide o dificulta experiencias inmediatas, sustituidas por una circulación continua de signos que debilita nuestra afectividad, nos aliena emocionalmente y obliga a un consumo indiscriminado y vertiginoso de sensaciones. ¿Qué pueden hacer las artes visuales en esta situación? ¿A qué tipo de representación nos referimos? ¿Qué es exactamente representar?
Todavía gran parte del público valora una obra de arte por su “parecido” a la realidad, la destreza del artista en “imitar” la realidad. Sin embargo, no son estas destrezas las que han interesado al mundo del pensamiento y la filosofía, incluso a la misma historia del arte. Recordemos que Platón ya consideraba a las artes plásticas y visuales, en ese sentido mimético (imitativo), como pertenecientes al nivel más bajo de nuestra creatividad, pues se dedicaban a hacer una copia de una copia del mundo de las ideas. A Platón no le interesaba detenerse en este mundo de “copias y reproducciones”; además, eran copias de “apariencias externas” de la realidad, lo que constituiría un mundo opuesto al de las ideas. En tal callejón sin salida “platónico” no es extraño que el arte buscara otras virtudes y facultades más allá de la mimesis especular. Así encontró sus cualidades más preciosas: su poder de “representar” y, por supuesto, crear imágenes que expresaran acaso la más singular facultad del ser humano: su imaginación…
En sentido estricto, representar es algo distinto a imitar; representar es “estar en lugar de otro”, es decir, es una imagen. Lo que el arte ha hecho sobre todo (y por eso se le valoraba específicamente) era representar, y no sólo la vida real hasta cierto punto estática —“lo que es”—, sino también su devenir, sus acontecimientos temporales, sus variaciones sentimentales, el eco de sus emociones. En este sentido, representar y crear una ficción no están tan alejados. Una pintura reproduce, por ejemplo, algo que reconozco y que por lo tanto debo entender que lo representa, es decir, que está en lugar de aquello a través de su imagen. Pero además esta representación es fruto de otro desdoblamiento: muestra la cosa “no exactamente” como es en realidad para la “ciencia” o para los otros, sino como yo la veo y/o imagino —lo que implica un ensamblaje de recuerdos, evidencias inmediatas y anhelos de mi imaginario, entre otras sensaciones—. Todo eso es producto de nuestra imaginación. Somos “imaginación”, facultad de crear imágenes e interpretarlas.
Como el lenguaje verbal con palabras, la imagen artística utiliza del mismo modo figuras retóricas —la metáfora, la metonimia, la alegoría—, lo que presupone su intención de expresión abstracta. Seguramente uno de los artistas que más eficazmente puso esto en evidencia fue René Magritte. Todos recordamos esa imagen de su pipa y aquellas palabras inquietantes a sus pies: Ceci n’est pas une pipe (Esto no es una pipa). Creo que el sentido conceptual de esta obra, el desfase entre la imagen y su “nombre”, demuestra que ambos son distintos del objeto que aluden. Y también que este “vaivén” entre una y otro, su movimiento pendular entre la verdad y lo falso, y viceversa, es la prueba de su voluntad de “decir algo”, de comunicar, en este caso a través de la paradoja visual y verbal.
La obra de arte se representa a sí misma, es auto representación. Decir que la obra se representa a sí misma es afirmar su autonomía frente a un mundo exterior que debiera imitar o la tuviera que validar. La obra, su creador, tienen sus propias reglas, su propio hacer y lógica, que no tienen por qué ser las del “otro mundo”. Más aún, su auto representación supone que lo que dice, los sentidos que ofrece e instituye, le pertenecen en exclusividad, independiente de su espectador; es algo que es y antes no existía, por lo tanto se inaugura a sí misma… No obstante, supone nuevos efectos en quien la contempla. Así pues, también es representación para el espectador (lo que depende de su subjetividad y experiencia) y, por supuesto, sigue siendo visión de un mundo convencional, aunque visto “a su manera”. El espectador la interpreta, la intenta entender y relacionar con sus propias referencias vitales, estéticas. Para cada uno de sus espectadores la obra representa algo distinto, se reconoce en ella de modo diverso a su autor, incluso sus interpretaciones y proyecciones pueden cambiar con el tiempo y las situaciones cambiantes. Pero la obra sigue siendo la misma, aunque trasfigurada exponencialmente, incrementada en sus distintos significados.
La obra es (pues) auto representación y a la vez historia de sus trasformaciones; algo así como la palabra y su etimología ensambladas. Más aún: es representación de un mundo que no le es ajeno, ni a ella misma —la historia del arte— ni a su espectador —sus tradiciones, su cultura, su formación—, por ejemplo. En este sentido la obra representa un modo de ver e interpretar el mundo colectivo, sea cual sea su número e influencia. Esta triple condición “representacional” de la obra tiene mucho más que ver con la mimesis existencial moderna que con la naturalista tradicional. Una mimesis que no es mera imitación, copia o trascripción de la realidad natural sino trasformación e incremento del mundo de lo real a partir de sus múltiples interpretaciones…
A estas alturas, sin embargo, deberíamos acordar que la representación es un medio, no el fin u objetivo del arte, aunque durante gran parte de la evolución del arte moderno y contemporáneo se ha pretendido que ésta fuera su única razón de ser, su principal salida al mundo de lo visible (como lo fue antaño). Pero para el artista, mucho más importante que lo que quiere decir es el modo de decirlo. Lo que le interesa al artista, lejos de lo narrativo, es sobre todo crear espacios de misterio y silencio…
¿Qué hay más misterioso y silencioso que hacer visible lo que permanecía invisible? Acerca de lo visible y lo invisible el filósofo Merleu-Ponty reflexionaba en sus notas póstumas que lo invisible está allí, en la materia, sin ser objeto todavía, es la trascendencia pura, sin máscara “ontológica”. Todo lo visible supone la existencia de lo “no” visible, pero no como contradicción filosófica o esotérica… Lo invisible estaría contenido en la materia misma pero necesita de un “intermediario-medium” para ser revelado, para hacerse experiencia estética además de objeto de conocimiento. El artista desea poseer la materia pero no para hacerla suya sino “para hacerle hablar con su propia voz”… Cualquier materia, cualquier objeto, se transforma de nuevo en otra cosa gracias al poder transformador del artista, su “artífice”, dotado de voluntad de crear. El artista es un alquimista que opera su “gran obra” mediante procesos artísticos, es decir, procedimientos de transmutación de la materia, no sólo meras transformaciones formales…
Estas y no otras son las estrategias de trasmutación alquímica-visual de la realidad objetiva y representación de lo invisible que interpreto en las últimas obras de Miguel Ángel Ricárdez, en su serie La estrategia de las apariencias… Entre otros valores, se trata de una ruptura total con el modo en el que aparecían y se presentaban las cosas en la vieja tradición de la pintura ilusionística: por ejemplo, aquella ilusión de profundidad y sus perspectivas.
Tales ilusiones de profundidad y apariencia objetual “real” eran comunes tanto en las intenciones de casi todo el arte figurativo como en las esperanzas de sus espectadores. Parece ser que las figuraciones, en tanto que representaciones bidimensionales de cosas tridimensionales, no necesitan aprendizaje previo para ser reconocidas, aunque su proceso sea diverso en unas culturas u otras, especialmente entre aquellas que tienen distinto modo de escritura —vemos e interpretamos figuras como escribimos y leemos—… No obstante, el reconocimiento de semejanzas no es suficiente para la lectura de imágenes, sea cual sea nuestro “idioma”. Este acto se fundamenta en interpretaciones, intenciones, creencias compartidas…
No es éste el caso en nuestra más inmediata realidad visual caracterizada esencialmente por su “superficialidad”. Tal noción de superficialidad generalizada, “ontológica”, hace inútil cualquier intención de profundidad o perspectiva, de narración mediante imágenes contiguas y sucesivas. Es la transparencia la que impone su lógica, su propia realidad inenarrable, su propia estrategia de apariencias y simulacros meramente inmediatos visualmente. Al respecto, Xavier Puig Peñalosa resume muy certeramente algunas de las ideas de Eduardo Subirats —en La cultura como espectáculo—: se trata del final “de un trayecto representativo en el que lo real ya no tendrá ocasión de producirse, sino sólo re-producirse en la inercia de su propio vacío, en el universo cool de su juego de espejos en el que sus efectos no son más que reflejos espectaculares de su absoluta indiferencia, de su total indefinición”…(1)
Uno de los aspectos o apariencias que primero me llamó la atención en las obras de Ricárdez fue precisamente esa sensación de vacío interior y exterior en los que parecen ser y estar esas formas que las caracterizan; “formas” hasta cierto punto informes, que diría Paul Valery —”Hay cosas, sean montones, masas, contornos o volúmenes, que en cierto modo no tienen más que una existencia de hecho: sólo las percibimos, pero no las sabemos; no podemos reducirlas a una ley única, deducir su totalidad del análisis de una de sus partes, ni reconstruirlas mediante operaciones razonadas. Podemos modificarlas con gran libertad… Decir que son cosas informes no es decir que no tengan formas, sino que sus formas no encuentran en nosotros nada que permita reemplazarlas por un acto de trazado o reconocimiento claros. Y en efecto, las formas informes no dejan otro recuerdo que el de una posibilidad”… (Paul Valery, en Piezas sobre arte)—. O como categorizaría Georges Bataille, para quien “lo informe” sería donde las formas significantes se disuelven porque la distinción fundamental entre figura y fondo, entre el uno mismo y el otro, se ha perdido… Pues bien, ese universo hinchado e ingrávido que nos presenta Ricárdez expresa más que eficazmente aquellas ideas que antes apuntaba: ese re-producirse de lo real “en la inercia de su propio vacío, en el universo cool de su juego de espejos en el que sus efectos no son más que reflejos espectaculares de su absoluta indiferencia, de su total indefinición”… Indefinición, indiferencia, destellos especulares, vacío esencial, que nos conducen inevitablemente a lo informe y sus avatares, ni más ni menos.
Desde luego, lo informe, sus definiciones y representaciones, tuvieron su territorio más propicio en el surrealismo, pero no sólo en su tiempo canónico ni únicamente entre sus militantes y devotos seguidores. También encuentro semejantes referencias visuales en algunas pinturas metafísicas de Giorgio de Chirico, y más aún en las de su hermano Alberto Savinio, incluso en algunas primeras obras de Carlo Carrà. Seguramente podríamos adjetivar a Ricárdez como “neo surrealista” o “neo metafísico”, pero creo que sería minusvalorar sus intenciones aunque identificáramos una parte de sus “particulares” estrategias de representación visual. También podríamos relacionarlo con otros grandes ejemplos de la pintura clásica, como Durero o Leonardo da Vinci y sus extraños dibujos-estudios de drapeados y posiciones (de manos, de figuras sentadas o arrodilladas, por ejemplo) absolutamente fascinantes. Nada más ver en las pinturas de Miguel Ángel Ricárdez sus ejercicios de drapeado, pliegues de telas, me recordaron aquellos magníficos dibujos de los sabios artistas del Renacimiento. ¿Ecos formales clásicos en un ambiente surreal? ¿Lo puramente formal en un contexto informe? A lo mejor no exactamente… ¿o sí?
En general, estos volúmenes “drapeados” son como la presencia de una ausencia, o el molde visual de todo aquello invisible que puede existir gracias a nuestra imaginación. En todo caso, es la evidencia tanto de un acto como de una intención de crear volúmenes aparentes, es decir, un simulacro. En realidad, se trata de una ficción visual, o una metáfora o un decir lo indecible —visualmente hablando, valga la paradoja—. Lo que me interesa de estas paradojas visuales de lo ausente-presente en los drapeados de Ricárdez no sólo es su habilidad para ilustrar las nociones de presencia o su “simple contrario simétrico”, que diría Jacques Derrida, sino su capacidad para desacreditar tales nociones deterministas. Toda la metafísica tradicional se fundamentaba en la determinación del ser como presencia, como “presencia del presente” o presente continuo, en su estar aquí y ahora, y constituir un centro fijo. Pero esto no tiene por qué ser una verdad absoluta; más aún, Derrida la refutó. En muchos aspectos el arte poscontemporáneo es un continuador de las estrategias de la diferencia derridianas, su deconstruir desde el interior de sus arquitecturas, dentro de sus estructuras, mirando hacia fuera, más allá de sus límites convencionales.
Miguel Ángel Ricárdez lo expresa admirablemente en esta serie. Por una parte, utiliza los procedimientos y las referencias formales que le proporcionan el arte en general, la historia del arte moderno y contemporáneo, el surrealismo, por ejemplo, y por otra parte los enmascara (y extra limita) con nuevas simulaciones, desplazamientos, intervenciones “heterodoxas”, hasta borrar cualquier tipo de determinismo genérico y sus principios identitarios. Su estrategia creativa, intencional, es la deconstrucción en el sentido más auténtico definido por Derrida: “Deconstruir es a la vez un gesto estructuralista y antiestructuralista: se desmonta una edificación, un artefacto, para hacer que aparezcan sus estructuras, sus nervaduras o su esqueleto (…), pero también, simultáneamente, la precariedad ruinosa de una estructura formal que no explicaba nada, ya que no era ni un centro, ni una fuerza, ni un principio, ni siquiera la ley de los acontecimientos, en el sentido más general de esa palabra”… —como hace Ricárdez con la representación convencional de las cosas y las estrategias representacionales de la pintura tradicional y la moderna—.
Resulta más que interesante reconocer y entender todas estas paradojas visuales en su obra: lo formal informe, la presencia de una ausencia, lo lleno (repleto) en el vacío, lo estructurado desestructurado (y viceversa), la suspensión y levitación de sus objetos visuales en el torbellino irrefrenable de nuestra mirada en derredor… Y todo ello mediante un fantástico collage de cosas evidentemente reconocibles junto a otras no tanto, incluso desconcertantes a primera vista, contiguas y/o superpuestas, la mayoría funcionalmente transparentes. Indudablemente se trata de la trasparencia alucinada y alucinante a la que antes hacía referencia; transparencias y espejismos espectaculares que denuncian nuestras más que evidentes promiscuidad y obscenidad visuales…
Toda imagen artística, una pintura por ejemplo, es una argucia que reconstruye el mundo fragmentado en descomposición… Ricárdez nos lo pone en evidencia una vez más. Collagear fragmentos heterogéneos de múltiples y diversas realidades estéticas no es asunto fácil ni un territorio para ingenuos. Nuestro artista lo hace con descaro y con perversión visual; en ese sentido va más allá que sus precedentes metafísicos y surrealistas: De Chirico, Savinio, Max Ernst, Dalí, Magritte, a la cabeza. No hay precedentes que avalen esta tendencia tan estrictamente nihilista en cuanto a la composición estética y sus reglas, ni siquiera entre los naifs —que, por supuesto, Miguel Ángel Ricárdez no es, sino todo lo contrario—. ¿Es sólo una estrategia más de las apariencias que desea ilustrar? ¿Con qué intención acumula tales fragmentos aparentemente irreconciliables y funde a nuestra vista? ¿Todo esto tiene que ver con la intuición nietzscheana del nihilismo y la pérdida de sentido de los valores que denunciaba? —“¿Qué significa nihilismo?”, se preguntaba el filósofo… “Que los valores supremos han perdido su valor. Falta la meta, falta la respuesta al por qué”, se respondía—.
¿Esta intuición sobre la falta de valores tiene algo que ver con el abandono del camino de la verdad, de la belleza, en el arte actual? El profesor Sergio Espinosa, en su ensayo Arte y Filosofía. De Nietzsche a Heidegger(2), plantea que la “metafísica del artista”, según expresión del propio Nietzsche, es cualquier cosa salvo una “alegoría” en las obras de arte. La apariencia no es lo contrario de la verdad, sino su expresión… Lo que aparece —la superficie visual— tiene una profundidad metafísica innegable. Para el mismo Nietzsche el arte ya era una “religión de la apariencia”: el arte no quiere imponer sus constricciones, no quiere “conocer” ni quiere “dirigir”, sólo quiere que las cosas, todas y cada una de ellas, “puedan ser”. El arte deja de copiar el mundo o de sintonizar con el trasmundo para convertirse en “modelo para la vida”. Para Sergio Espinosa, reinterpretando a Nietzsche, “el arte es terrible, abierto y arrojado a una herida de imposible cicatrización. La belleza se torna, así, ejercicio de la crueldad. Nietzsche se encuentra en este punto con Artaud y con Bataille. El arte no necesariamente “embellece” al mundo porque su destino es desublimar la cultura, devolver el espíritu al cuerpo –disolverlo en él”–.
Resulta sorprendente ver cómo “el cuerpo humano”, el tema principal durante años de Ricárdez, haya desaparecido (al menos formal y figurativamente) en esta serie. ¿Acaso se trata de una disolución en el espíritu de sus imágenes; es decir, en su estricta visualidad superficial? ¿O está invisible a la manera que Merleu-Ponty reflexionaba en sus notas póstumas: “que lo invisible está allí, en la materia, sin ser objeto todavía”? Me inclino a pensar que es una más de esas estrategias de las apariencias que se proponía representar Miguel Ángel Ricárdez. ¿Qué es una pintura sino un presagio, una adivinación, una negociación con lo invisible?
Y hablando de pintura, ¿no decían que la pintura había muerto, que le era materialmente imposible representar visualmente todo este mundo tan complejo y vertiginoso desde su estática precariedad? Parece ser que no, pese a las advertencias y amenazas de todo tipo que se han sucedido desde que el pintor francés Paul Delaroche anunciara su muerte en 1830 al ver por primera vez un daguerrotipo fotográfico. Curiosamente, a la pintura la salvaron el arte abstracto no figurativo y sus más diversas tendencias en los tiempos modernos y contemporáneos. De Wassily Kandinsky a Ad Reinhardt, los artistas de Pop, Frank Stella y el mismísimo Gerhard Richter, fueron innumerables los significativos artistas del siglo XX que reivindicaron la pintura, su oficio, como un medio tan idóneo como otros para representar las tremendas paradojas existenciales y estéticas de la modernidad y la contemporaneidad. Frente a las exigencias y maximalismos de los artistas conceptuales, y también gracias a sus cuestionamientos críticos y su audacia creativa, la pintura ha ido desarrollando su particular transición hacia intenciones más conceptuales y comprometidas con los grandes temas de reflexión de nuestro tiempo. A todo esto lo llamaría “conceptos pintados” mejor que “pintura conceptual”…
Entre los artistas más jóvenes que ejemplifican este renovado modo de representar conceptos complejos mediante la pintura figurativa señalaría, por ejemplo, a Kevin Appel, Adam Ross, Luc Tuymans, Neo Rauch o Peter Doig, entre otros. Evidentemente, Miguel Ángel Ricárdez se encuentra entre ellos, quizás más cercano a Neo Rauch que a los demás. Todos ellos realizan una pintura figurativa de conceptos con contenidos y formas ambiguas, nada narrativas. Reconocemos sus elementos, sus figuras, sus paisajes, sus estructuras básicas, aunque ahora compuestos de una manera radicalmente no-narrativa, a veces ilegibles en su totalidad, en todo caso, inquietantes. La ambigüedad premeditada es desde luego un acto de simulación; su a-representación convencional, también… Esa misma (o parecida) ambigüedad estaba presente ya desde principios de los ochenta en buena parte de las obras de Sigmar Polke, David Salle o Martin Kippenberger: transparencias y yuxtaposiciones aparentemente aleatorias o sin relación alguna, escenas increíbles, ambientes retro-futuristas, arbitrarias conexiones formales. Algunos autores argumentamos que estas “incoherencias” más que formales constituyen algunas de las señas de identidad de la pintura figurativa postcontemporánea. Posiblemente Neo Rauch sea uno de sus más brillantes epígonos, pero no sólo como heredero de una generación anterior de pintores sino (sobre todo) como explorador de nuevas vía de representación de lo irrepresentable hasta ahora, algo así como lo “transconceptual”, en cierto modo “lo absurdo” de nuestra más inmediata realidad existencial y artística…
Éstas y otras muchas intenciones y cualidades de la pintura postcontemporánea en las que participa Ricárdez avalan, en mi opinión, más que suficientemente su actual deriva artística, su aventura nada fácil, sus arriesgados compromisos estéticos escasamente amables, su excelencia y la de sus secretas intenciones… Y llegados a este final necesario, no me queda otra que recordar una de las frases más decisivas que ha orientado durante años mi propia aventura en los mundos del arte y su desvelamiento. Yo también creo, como John Berger, que “uno mira los cuadros con la esperanza de descubrir un secreto. No un secreto sobre el arte, sino sobre la vida. Y si lo descubre, seguirá siendo un secreto, porque, después de todo, no se puede traducir a palabras. Con las palabras lo único que se puede hacer es trazar, a mano, un tosco mapa para llegar al secreto”… Ojala mi mapa tenga que ver con su territorio…
Notas
(1) Xavier Puig Peñalosa: La crisis de la representación en la era postmoderna. El caso de Jean Baudrillard; Tesis de doctorado impresa en Ediciones ABYA-YAL, Quito (Ecuador), 2000
(2) Sergio Espinosa Proa: Arte y Filosofía. De Nietzsche a Heidegger; en “Cuaderno de Materiales” sección “Ensayo”, revista electrónica editada por la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid